Esta tiene una pequeña historia detrás y además corrobora lo dicho, que todo lo que hacemos o hablamos dice sobre todo de nosotros mismos. La encontré en Civray, un entrañable pueblecito en Francia, de esos donde los niños juegan en la calle sin temores.
Estaba con la máquina pegada a la cara, ensimismada, cuando de repente me tocan en el brazo. Era la dueña de esa ventana, una anciana bajita, con el pelo y la tez completamente blancas, sonrosadas las mejillas y la nariz y con una sonrisa cariñosa y permanente en la boca. Como pudimos fuimos hablando, me contó que ella misma había hecho el visillo, que le encantaba tejer y me invitó a pasar dentro. Me enseñó algunas cosas que había hecho, sus agujas de gancho y molde, su costurero, todo absolutamente en esa casa albergaba el paso del tiempo y uno propio, no cualquier tiempo.
Salí completamente enamorada de ese lugar, de la idea de vivir, de sentir, de saborear el tiempo, de llorar los errores, de reír los aciertos, de seguir hilvanando mis días, de asimilar que da igual la templanza que tuvieses ayer,que hoy el viento viene de otro lado y te sorprende revolviéndote el pelo...y sin peine.
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